Si alguna vez has tenido el deseo de hacerte invisible para tele-transportarte a tu casa y una vez en ella, reconstruirte… este post es para ti.
Más que hablarte de esos momentos de torpeza, embarazo, vergüenza, inutilidad o sonrojo mayúsculo en los que una quiere desaparecer, me interesa hacerlo del vínculo que creamos con los espacios en que vivimos. Al final resultan unos lazos tan sólidos que cuando nos despegamos de ellos sentimos auténtico duelo. O liberación.
Cuando dejé la casa de mis padres lo hice para vivir en un apartamento interior con las paredes cubiertas de un gotelé blanco que la falta de luz convertía en un grisáceo sucio. Recuerdo que el tresillo gris marengo le había costado a mi novio un riñón y que la mesa lacada era un modelo italiano de nombre “diseño” y apellido “muchos ceros”. Decidí dar el paso porque estaba enamorada, pero aquel lugar me parecía tristísimo.
Lo cierto es que con los lugares mantenemos relaciones contradictorias:a veces nos ahogan como si hubiéramos crecido una enormidad y se nos quedaran pequeños de repente; otras se nos caen encima, porque en ellos hemos sufrido y se nos amontonan los recuerdos, o porque la persona con quien los compartíamos ya no está, y el sofá es el testigo de nuestro desamor y nos volvemos fantasmas vagando por el salón. Porque el espacio huele demasiado a ella, o a él. Puede ser que estemos en modo crisálida, quitándonos la piel de encima empujando a la mariposa que somos, y tras el cambio la casa se vuelve más vieja que la de los abuelos y nos preguntamos cómo hemos sido capaces de vivir allí tantísimo tiempo. Alguna vez sentimos que ese espacio es tan extraño que un hotel nos parecería más íntimo.
Te conviene saber que ese lugar donde guardas tu ropa y tus libros, donde rumias tus ilusiones y frustraciones, es en realidad tu depósito de seguridad emocional. Es decir, el refugio donde te curas y recobras fuerzas, allí donde te vuelves invencible. Y si algo alrededor chirría, si no logras sentirse así, antes de que te coma la moral, debes pararte y preguntarte… ¿qué puedo hacer para que este espacio desangelado, sin alma, se convierta en una prolongación de mí
¿Recuerdas mi primer apartamento, verdad? Te aseguro que era un lugar muy atractivo para un publicitario, acostumbrado a moverse entre artículos de diseño… pero no un hogar.
No importan los metros de que disponga tu casa, si pagas hipoteca o un alquiler, si sus muebles son de Ikea o antigüedades, lo esencial es que durante el tiempo en que la has elegido para vivir se transforme en un hogar donde tu ser auténtico se mostrará seguro. Solo así podrás recobrar la energía necesaria para gestionar los mil y un problemas cada día. Si tu casa te “agrede”,si sientes que te expulsa de ella, debes reconocer una vía de agua en tu existencia cotidiana. Un escape de energía al que debes de poner límites.
Tu casa es el lugar donde tu ser auténtico se mostrará seguro
¿Sabes qué hice yo? Compré un bote gigante de pintura color vainilla y pinté sus paredes. Adquirí una tela estampada en un saldillo y con imaginación y bastante maña confeccioné unas fundas para el sofá; coloqué kilims y la llené de velas. Mi presupuesto no daba para reformas, pero me reventaban las ganas de convertir aquel espacio en algo mío.
Haz lo mismo: llena tu espacio de ti, de objetos que te hagan sentir bien, de velas con tu aroma favorito, con ese que te envuelve y te relaja; de cojines, de fotografías que te recuerden un viaje feliz; arrópalo con música o silencio… convierte tu hogar en tu reflejo.
Recuerda que cuando sobran las apariencias, la verdad brota llena de luz.
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