Suelo comentar que tengo curiosidad sobre la propia curiosidad y por ello me hago muchas preguntas. ¿Cuál es su propósito en nuestra vida? ¿Funciona la curiosidad como motor del aprendizaje? ¿Activa nuestro crecimiento? ¿La perdemos al envejecer?
Recuerdo haber leído un interesante estudio realizado en Japón entre 3000 personas -los más jóvenes 17 años y los mayores, 92- donde se aclaraba que nunca perdemos la curiosidad. Muy en concreto, la epistémica o ese hambre por saber, que nos lleva a leer, visitar museos y ciudades, etc.
La neurología nos explica que la curiosidad mantiene la salud de nuestro cerebro y previene su deterioro. Si es la primera fortaleza humana, no en vano la segunda es el amor por el conocimiento. La curiosidad actúa como impulsora del aprendizaje.
El ser humano está diseñado para ser curioso. No hay duda. Somos seres inquisitivos que nos hacemos preguntas poderosas desde niños y, si no percibimos sus “regalos” en edad adulta, es porque la tenemos dormida. Pero no hay que alarmarse, pues la curiosidad se potencia, se trabaja y se desarrolla.
Las investigaciones del neurocientífico Matthias Grüber no solo son clarificadoras al respecto, sino que su contenido debería compartirse entre los padres, madres, maestros y profesores, para activar el aprendizaje de los más pequeños.
Matthias Gruber ha estudiado el cerebro a través de tomografías computerizadas (una clase de escáner) para detectar qué áreas de este se activan cuando entra en “modo curiosidad”: son el núcleo caudado izquierdo, las circunvoluciones del hipocampo y el córtex prefrontal. O de otra forma, las zonas que activan el aprendizaje, la motivación y la memoria.
No solo en niños y adolescentes, la curiosidad es el motor del aprendizaje también en edad adulta, por ello cualquier formador debe de estimularla si desea que su materia llegue a su audiencia.
Tomografía computerizada del cerebro.
En su estudio, Grüber veía cómo los participantes aprendían mucho mejor cuando sentían curiosidad por saber la respuesta a las preguntas que él les hacía; es decir, eran mucho mejores en el aprendizaje de dicha respuesta. Y una vez que había despertado su curiosidad, lo eran en cualquier información ajena al objeto de la misma.
En esas mentes curiosas se detectaba, también, un aumento de la actividad en las áreas de recompensa porque se estimulaba la secreción de neurotransmisores, en especial de dopamina. De otra manera: esa sensación de euforia y alegría que alcanzamos cuando resolvemos un problema o averiguábamos algo que desconocíamos. Además, en las personas más curiosas la actividad de su hipocampo era mayor (la parte del cerebro relacionada con los nuevos recuerdos y el aprendizaje).
El hipocampo se relaciona con los nuevos recuerdos y el aprendizaje. Foto: Shutterstock
Es un hecho irrefutable: las personas curiosas aprenden mejor.
Me gusta decir que el “modo curiosidad” es aquel estado del cerebro donde tiene más probabilidades de aprender y retener información, incluso si esa materia no es de particular interés o importancia.
Gracias a ese motor del aprendizaje que es la curiosidad prestamos atención con más intensidad, nos concentramos y adquirimos más conocimientos, ampliando la capacidad de memorización, algo esencial para aprender y desaprender, lo que nos permite ir acumulando conocimientos hasta el final de nuestros días.
I Cuando los padres y madres, en mis conferencias sobre curiosidad o en los talleres de habilidades de comunicación, me preguntan cómo despertar en sus hijos las ganas de aprender, les sugiero que estimulen antes su curiosidad.
Se trata de que recuperen la gran fortaleza que empezaron a manifestar en el vientre materno -allí los embriones curiosean los límites y las formas de su propio cuerpo- o siendo ya bebés, pues ella les empuja a identificar los rasgos de sus padres, diferenciándolos de otros seres humanos.
¿Acaso no recordáis el modo en que los bebés movían la cabeza ante cualquier ruido o estímulo? Los movimientos rápidos a su alrededor y el roce de la piel ajena es lo que más cautiva la atención del recién nacido.
Es fácil intuir la relación entre motivación y memoria. Basta recordar cómo se ha atrapado nuestra atención, es decir esa predisposición que ha activado la curiosidad como motor del aprendizaje, la apertura ante esa disciplina que ignorábamos y cómo la recordamos después.
Bien en el aula o en el trabajo, asimilar la materia “aburrida” es farragoso, algo a lo que cualquier ser humano -tenga diez o sesenta años-, se resiste, por eso hay que aprovechar el poder de la curiosidad en los estudiantes y en los trabajadores.
Primero llevando su atención, de manera natural, hacia lo que están orientados a aprender, y después enfocándolos hacia lo que el profesor o el directivo desea trasladarles.
Potenciar la curiosidad es altamente beneficioso, ya que involucra aspectos cognitivos, emocionales y conductuales del ser humano. Todos orientados al descubrimiento y a la novedad, donde la persona accede a niveles de información y experiencia que antes no estaban a su alcance.
Es curioso comprobar cómo la psicología evolutiva y la neurociencia validan lo que profesores y profesoras ya sabían de forma intuitiva, ¿verdad?
Cuando los niños y las niñas avivan su curiosidad en el aprendizaje retienen todo muchísimo mejor, lo recordarán mejor y se sentirán muy bien.
Os muestro un ejemplo sencillo de nuestra vida cotidiana que ayuda a entenderlo: cuando vemos una serie de televisión o una película, hacemos apuestas o conjeturas respecto de cómo termina y… acertamos, ¿cómo nos sentimos? Bien, ¿no? En especial si nadie lo ha adivinado y la nuestra parece la mente más lúcida. Así se sienten los alumnos/as capaces de resolver un problema.
Así funciona la magnífica conexión entre la curiosidad y la emoción que la atrapa. La emoción, además, conecta con el corazón del alumno o la alumna, que deja de serlo para convertirse en un humano que disfruta de aquello que está realizando en ese momento, sea un aprendizaje o una actividad lúdica.
Animo al profesor o al formador a convertir, incluso la materia más árida, en algo atractivo porque sin curiosidad y emoción no existe aprendizaje, solo memorización de sesudas materias regladas que se olvidarán enseguida. Aprender por aprender, porque toca, rememora al tedio del colegio.
A veces nos cuentan la anécdota de alumnos mediocres durante el bachillerato que se vuelven estudiantes brillantes en la universidad, y esto es así porque en ella han satisfecho su necesidad de saber sobre una materia que les atrae. Solo había que despertar esa curiosidad.
Siempre tengo presente que el aprendizaje contemplado, no como una obligación sino con la finalidad de disfrutar, es natural al individuo, por eso el niño emplea su curiosidad para abrirse al mundo y explorarlo, y además lo hace jugando. Cualquier cerebro, niño o adulto, utiliza el mismo mecanismo para aprender.
Tan importante es formar con emoción como despertar emoción en los alumnos hacia la materia que les trasladamos. La curiosidad y la emoción se realimentan. Una es la antesala de la otra, un chispazo interior que abre las compuertas de la atención y de ahí la disposición al aprendizaje. Difícilmente nos vamos concentrar en una cuestión concreta si antes no nos ha despertado curiosidad hacia ella, y en esa tarea tenemos que afanarnos los profesores y formadores.
Mi objetivo no es pedir la atención, no rogarla, sino atraparla; y cuando lo logro sé que estoy robusteciendo a la curiosidad como motor del aprendizaje.