Todos sabemos que la falta de atención puede desencadenar un desastre, ya sea en el entorno personal o profesional. Una distracción en la mesa de operaciones de un cirujano puede costarle la vida a un paciente. Un despiste en la cocina, un desaguisado, como poco en el menú. Por tanto, esa competencia profesional que creemos irrevocable, al contrario, es muy frágil, y debemos de mantenerla bajo estrecha vigilancia.
Sin ir tan lejos, también sabemos lo importante que resulta para nosotros observar y escuchar a nuestro cuerpo para saber qué nos está pasando, pues ya las abuelas nos decían aquello de “escucha a tu cuerpo, que es sabio. Él te dice qué necesita: descanso, comida…”. Por ejemplo, a veces me digo “mi cerebro me está pidiendo dulce”, así lo siento, e ingiero un par de dátiles o un trozo de chocolate negro con lo cual me siento mejor. Atención y salud parecen, pues, conectadas. ¿Cómo mejorarnos entonces nuestra salud a través de la atención plena? Y ¿Cómo relacionamos la atención con la curiosidad?
La curiosidad se lleva a la práctica mediante la observación y la observación se manifiesta por medio de la atención. Esto significa que las personas con un alto comportamiento curioso prestan mejor atención a lo que les rodea, incluso cuando lo hagan de forma espontánea y sin darse cuenta de ello.
Para sostener una actitud curiosa en la vida es deseable una atención activa y plena, pero no te mortifiques si no lo logras de forma continuada pues todos/as experimentamos cegueras por falta de atención, como cuando buscamos esas gafas que llevamos encajadas sobre la cabeza o las llaves que andan en nuestra mano. Si no activo mi atención plena, por ejemplo, cuando cocino, soy capaz de no distinguir el salero que he dejado segundos antes sobre la encimera. O pico dos cebollas, porque no recuerdo haberlo hecho un rato antes.
La lectura del súper recomendable libro “Pensar rápido, pensar despacio”, del Premio Novel Daniel Kahneman, me alumbró a la hora de entender cómo funciona la atención en nuestro cerebro. Según Kahneman poseemos dos sistemas de pensamiento:
1.- El sistema 1 es automático, intuitivo, se produce de forma involuntaria y, por tanto, no requiere esfuerzo. Pensamos y ya está, no tenemos que decirnos… “¡Hala, voy a pensar si me gustan las lentejas antes de comerlas!”, simplemente pensamos que nos parecen deliciosas o las odiamos desde que éramos niños.
2.- En cambio el sistema 2 es más lento, por lo que requiere poner el foco en algo, esforzarnos en el análisis y sus resultados.
Lo interesante es que ambos pensamientos funcionan indistintamente en tu cerebro y son igual de necesarios, porque uno es inmediato y nos sirve en el día a día, mientras que el otro resuelve problemas más complejos. La dificultad se produce cuando usamos el sistema 1 en lugar activar el 2, y créeme que nos sucede muy a menudo. ¿Por qué, te preguntarás? Porque preferimos quedarnos con los primeros estímulos para evaluar algo, en lugar de pararnos a pensar más en detalle…
Digamos que somos algo vagos/as ya que pensar detenidamente requiere esfuerzo. “La ley del mínimo esfuerzo”, que también mascullaban las abuelas. Basta con que recapacites el gran peso que damos a las primeras impresiones cuando conocemos a una persona.
Cierto, el sistema 2 requiere valorar opciones, analizarlas, contrastarlas… sí, es más fácil el pensamiento rápido, pero también es más rígido y, por tanto, muy poco curioso.
Lo averiguamos en cuanto comprendemos que los dos pensamientos se corresponden con 2 tipos de atención:
Mientras que la primera atención prioriza las tareas que tenemos que hacer de forma rutinaria, la involuntaria va captando los detalles inesperados de forma gradual, por tanto, y puesto que le resulta imposible investigar todo lo que surge a nuestro alrededor, precisa ser motivada para desarrollar todo su potencial.
1.- Observa con todos tus sentidos.
Erróneamente pensamos que observamos con la vista y, aunque nuestra mirada es imprescindible para activar la curiosidad, el resto de los sentidos juegan un papel esencial. Acostúmbrate a escuchar tu cuerpo y el entorno que te rodea, saborea cualquier alimento como si fuese la primera vez, olfatea a tu alrededor, distingue aromas nuevos, reconoce texturas al tacto y las emociones que despiertan en ti.
2.- Encuentra cosas asombrosas y extraordinarias en tu propia rutina. Da una oportunidad a las personas, a los lugares o a las actividades. Si no exploras, creas barreras que reducen el tamaño de tu universo.
4.- Practica la escucha activa. No existe peor práctica que pensar en lo que vas a responder cuando nos está hablando otra persona. Es como si esperaras que ella parase para soltarle tu “discurso”, no importa lo que te diga, tú tienes el foco puesto en tu respuesta. Esta actitud, aparte de ser muy corrosiva en nuestra comunicación, genera ansiedad pues nuestros pensamientos entran en una rueda que gira sin cesar, como el hámster en el laboratorio. Parar el pensamiento, calma el cuerpo. Escucha sin juicio a la otra persona, capta sus emociones sin que te afecten, presta la atención debida a sus palabras.
Y recuerda que cuando te sientes bien, quieres sentirte mejor porque los sentimientos positivos atraen nuevos sentimientos positivos.
La curiosidad pide práctica y atención, y ella te devuelve salud y plenitud de vida. También te ayuda a mantener el cerebro joven. Solo necesitas mudar aquellos hábitos que no te dejan crecer y las creencias limitantes que cierran al mundo. Hay que aprender a desaprender.